Fragmento de Una bailarina argentina, inédito
Un
comienzo
Nací en una familia
de clase media, en la ciudad de La Plata.
Por razones un tanto azarosas asistí a una escuela primaria poco
convencional que respondía al proyecto de lo que en su momento dio en llamarse Educación
por el Arte. La práctica del dibujo, la pintura, la música, la lectura de
literatura clásica y de distintas culturas del mundo y la aplicación de métodos
pedagógicos considerados “de vanguardia” en su momento (algo similar a lo que
luego se dio en llamar escuela libre o nueva), combinado con una firme
disciplina institucional marcaron mi infancia. Dadas mis características
personales, esta educación prendió fuertemente en mí, instalando al arte en mi
vida desde la más temprana edad y con una convivencia cotidiana. Yo vivía en el
centro de la ciudad pero esta escuela estaba en las afueras y tenía un gran
parque, así que también me aportó una convivencia con el mundo natural,
especialmente vegetal que de otro modo no hubiera tenido y de la cual disfruto
hasta ahora. Amo y me conecto muy fuertemente con las plantas.
En paralelo, en mi
casa, mis padres eran muy lectores y abundaban los libros de toda clase y también
de muy diversa calidad, por cierto, así que tempranamente fui estimulada a leer
así como a escuchar música de la llamada
clásica y tango de vanguardia (Astor Piazzolla), cosas que a mi padre le
gustaban mucho y valoraba y de las que rápidamente comencé a disfrutar yo
también.
También, con mis
padres, hicimos muchos viajes por el país y por otros países, lo que me
permitió conocer muchas formas de arte, escuchar otros idiomas, conocer otras
ciudades.
De niña no pensaba
que iba a ser artista y tampoco bailarina, ya que no estudié danza hasta los 17
años. Cuanto mucho imaginaba durante mi pubertad que sería escritora, ya que
pasaba horas imaginando cosas, o tocando la armónica y disfrutando de la
lectura y escritura. Era bastante solitaria pese a tener dos hermanos. Algo que
siempre me acompañó, la necesidad de soledad, de tiempos para imaginar. Pero
también siempre disfruté y sentí la necesidad del trabajo en grupos pequeños ya
que no me siento cómoda en grupos numerosos.
A cierta edad estaba
fuertemente interesada en el cuerpo humano y su funcionamiento por lo cual
pensaba que sería bióloga. También recuerdo el interés por la representación de
la figura humana en las artes plásticas, que me absorbía. Y recuerdo una época
en que recortaba y luego dibujaba siluetas de bailarines de los diarios y
revistas (lo que más aparecía publicado era de danza clásica pero eventualmente
algo de danza moderna, que me atraía). Evidentemente mis padres, que tenían
muchos conflictos entre ellos, no estaban en condiciones de percibir este
interés y de sugerirme algún aprendizaje sistemático. Pero, por otro lado, esto ocasionó que empezara a estudiar danza
por propia decisión y gusto, y lo hice con una gran dedicación y disciplina, ya
que además, en relación a las compañeras que luego tuve, que en general habían
estudiado desde niñas, tenía la sensación de tener que “ponerme al día”.
El secundario lo
hice en un colegio de la
Universidad , de prestigio académico, con el sistema
tradicional de enseñanza donde el arte no ocupaba precisamente un lugar central.
Pese a esto recuerdo a algunos profesores (de física, de filosofía) que desde
sus cátedras propiciaban la reflexión y autonomía en los alumnos, cosa que no
era la norma sobre todo en épocas de gobierno militar dentro de un colegio
universitario. De todos modos, estos años resultaron de una profunda angustia
para mí, por lo que creo hoy era la combinación de varias cosas. Mis abuelos
habían muerto, lejos, lo cual fue un golpe difícil de soportar para mi madre.
Mi padre se enfermó gravemente sumiéndose luego en una larga depresión durante
la que dejó de trabajar. Ello nos sumergió en graves dificultades económicas,
además de en una atmósfera de desasosiego y animadversión al interior del hogar.
Era evidente que llegaba el fin de la
inocencia para mí, y a mi modo lo
entendí inmediatamente, aunque a los golpes.
Por un lado, mis padres convivían sin amarse, más bien en una sucesión de odios
y guerras frías o explosivas que se alternaban, sin decidirse sin embargo a
separarse, durante lo que duró varios años. Mis hermanos y yo hacíamos lo que
podíamos con nosotros mismos, cada uno a su manera y librando su propia batalla
por sobrevivir en soledad. Por el otro lado, mi colegio era prestigioso y de
clase media, la mayoría del alumnado eran mujeres, por un lado las “tragas”,
por otro las “chetas” en bandos irreconciliables. En medio una serie de
inclasificables entre las que me encontraba. Los chicos con los que “había” que
salir eran los del Colegio Nacional, rugbiers,
rubios y con grandes jopos preferentemente. A los quince años me puse de novia
con un chico que si bien encuadraba, al menos exteriormente, en algunas de las
aspiraciones platenses tenía un grupo
de amigos amantes del jazz, y de
ciertos escritores como Artaud, Cortázar. Ellos alquilaron una casa en la que
trasnochadamente se oía y tocaba música, admiraba fotografías, se hablaba de
libros, se discutía alucinada y también absurda y apasionadamente, y desfilaban
muchas clases de gente. Y yo estaba allí. El arte era importante para ellos,
para nosotros. De hecho muchos de ellos aún hoy son artistas, también. Como
ocurre a veces con todas estas cosas, al fin la veta de locura y descontrol fue
creciendo y todo se desbandó. Pero para mí fue un refugio. Una zona de alta
intensidad respecto de la tibia existencia del Colegio y del páramo hogareño.
El exceso, el abismo, la intensidad. Otro mundo diferente del aburrido y
cotidiano, del amargo y repetitivo tedio. Me di cuenta que necesitaba una vida
que me aportara esta otra dimensión. Ahora sé que esa intensidad me es
necesaria. La puedo transformar, la puedo vivir en las obras, en las
indagaciones artísticas, cosa que entonces no era capaz de hacer. Situaba mi
cuerpo en la exacta línea de tiro como ocurre con tantos adolescentes y jóvenes
angustiados. Hoy, el mundo de la densidad, de la intensidad queda, en cierto
modo, dentro de lo que me es posible, habitado pero conjurado. A veces me digo:
“un poco de locura para no volverse loco”.
Entonces, en esa época, durante dos años
asistí al Conservatorio de música y a los diecisiete años comencé a trabajar de
moza con el propósito de comprarme una flauta traversa, cosa que finalmente no
hice.
A estudiar danza comencé en
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