lunes, 17 de marzo de 2014

Fragmento de Una bailarina argentina, inédito

Un comienzo

Nací en una familia de clase media, en la ciudad de La Plata. Por razones un tanto azarosas asistí a una escuela primaria poco convencional que respondía al proyecto de lo que en su momento dio en llamarse Educación por el Arte. La práctica del dibujo, la pintura, la música, la lectura de literatura clásica y de distintas culturas del mundo y la aplicación de métodos pedagógicos considerados “de vanguardia” en su momento (algo similar a lo que luego se dio en llamar escuela libre o nueva), combinado con una firme disciplina institucional marcaron mi infancia. Dadas mis características personales, esta educación prendió fuertemente en mí, instalando al arte en mi vida desde la más temprana edad y con una convivencia cotidiana. Yo vivía en el centro de la ciudad pero esta escuela estaba en las afueras y tenía un gran parque, así que también me aportó una convivencia con el mundo natural, especialmente vegetal que de otro modo no hubiera tenido y de la cual disfruto hasta ahora. Amo y me conecto muy fuertemente con las plantas.
En paralelo, en mi casa, mis padres eran muy lectores y abundaban los libros de toda clase y también de muy diversa calidad, por cierto, así que tempranamente fui estimulada a leer así como  a escuchar música de la llamada clásica y tango de vanguardia (Astor Piazzolla), cosas que a mi padre le gustaban mucho y valoraba y de las que rápidamente comencé a disfrutar yo también.
También, con mis padres, hicimos muchos viajes por el país y por otros países, lo que me permitió conocer muchas formas de arte, escuchar otros idiomas, conocer otras ciudades.
De niña no pensaba que iba a ser artista y tampoco bailarina, ya que no estudié danza hasta los 17 años. Cuanto mucho imaginaba durante mi pubertad que sería escritora, ya que pasaba horas imaginando cosas, o tocando la armónica y disfrutando de la lectura y escritura. Era bastante solitaria pese a tener dos hermanos. Algo que siempre me acompañó, la necesidad de soledad, de tiempos para imaginar. Pero también siempre disfruté y sentí la necesidad del trabajo en grupos pequeños ya que no me siento cómoda en grupos numerosos.
A cierta edad estaba fuertemente interesada en el cuerpo humano y su funcionamiento por lo cual pensaba que sería bióloga. También recuerdo el interés por la representación de la figura humana en las artes plásticas, que me absorbía. Y recuerdo una época en que recortaba y luego dibujaba siluetas de bailarines de los diarios y revistas (lo que más aparecía publicado era de danza clásica pero eventualmente algo de danza moderna, que me atraía). Evidentemente mis padres, que tenían muchos conflictos entre ellos, no estaban en condiciones de percibir este interés y de sugerirme algún aprendizaje sistemático. Pero, por otro lado,  esto ocasionó que empezara a estudiar danza por propia decisión y gusto, y lo hice con una gran dedicación y disciplina, ya que además, en relación a las compañeras que luego tuve, que en general habían estudiado desde niñas, tenía la sensación de tener que “ponerme al día”.
El secundario lo hice en un colegio de la Universidad, de prestigio académico, con el sistema tradicional de enseñanza donde el arte no ocupaba precisamente un lugar central. Pese a esto recuerdo a algunos profesores (de física, de filosofía) que desde sus cátedras propiciaban la reflexión y autonomía en los alumnos, cosa que no era la norma sobre todo en épocas de gobierno militar dentro de un colegio universitario. De todos modos, estos años resultaron de una profunda angustia para mí, por lo que creo hoy era la combinación de varias cosas. Mis abuelos habían muerto, lejos, lo cual fue un golpe difícil de soportar para mi madre. Mi padre se enfermó gravemente sumiéndose luego en una larga depresión durante la que dejó de trabajar. Ello nos sumergió en graves dificultades económicas, además de en una atmósfera de desasosiego y animadversión al interior del hogar. Era evidente que llegaba el fin de la inocencia para mí, y a mi modo lo entendí inmediatamente, aunque a los golpes. Por un lado, mis padres convivían sin amarse, más bien en una sucesión de odios y guerras frías o explosivas que se alternaban, sin decidirse sin embargo a separarse, durante lo que duró varios años. Mis hermanos y yo hacíamos lo que podíamos con nosotros mismos, cada uno a su manera y librando su propia batalla por sobrevivir en soledad. Por el otro lado, mi colegio era prestigioso y de clase media, la mayoría del alumnado eran mujeres, por un lado las “tragas”, por otro las “chetas” en bandos irreconciliables. En medio una serie de inclasificables entre las que me encontraba. Los chicos con los que “había” que salir eran los del Colegio Nacional, rugbiers, rubios y con grandes jopos preferentemente. A los quince años me puse de novia con un chico que si bien encuadraba, al menos exteriormente, en algunas de las aspiraciones platenses tenía un grupo de amigos amantes del jazz, y de ciertos escritores como Artaud, Cortázar. Ellos alquilaron una casa en la que trasnochadamente se oía y tocaba música, admiraba fotografías, se hablaba de libros, se discutía alucinada y también absurda y apasionadamente, y desfilaban muchas clases de gente. Y yo estaba allí. El arte era importante para ellos, para nosotros. De hecho muchos de ellos aún hoy son artistas, también. Como ocurre a veces con todas estas cosas, al fin la veta de locura y descontrol fue creciendo y todo se desbandó. Pero para mí fue un refugio. Una zona de alta intensidad respecto de la tibia existencia del Colegio y del páramo hogareño. El exceso, el abismo, la intensidad. Otro mundo diferente del aburrido y cotidiano, del amargo y repetitivo tedio. Me di cuenta que necesitaba una vida que me aportara esta otra dimensión. Ahora sé que esa intensidad me es necesaria. La puedo transformar, la puedo vivir en las obras, en las indagaciones artísticas, cosa que entonces no era capaz de hacer. Situaba mi cuerpo en la exacta línea de tiro como ocurre con tantos adolescentes y jóvenes angustiados. Hoy, el mundo de la densidad, de la intensidad queda, en cierto modo, dentro de lo que me es posible, habitado pero conjurado. A veces me digo: “un poco de locura para no volverse loco”.
 Entonces, en esa época, durante dos años asistí al Conservatorio de música y a los diecisiete años comencé a trabajar de moza con el propósito de comprarme una flauta traversa, cosa que finalmente no hice.   
            A estudiar danza comencé en La Plata, no podría decir exactamente que me llevó a ello, quizás tuviera que ver esta sensación, esta necesidad de tener que poner el cuerpo en el centro de la escena para poder entender las cosas que me ocurrían.  

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