Frente a la luna del espejo
en el centro del óvalo
otro óvalo: su cara
y en lo blanco de sus ojos
las pupilas
y el iris
y la luz que se filtra y se descompone recortándose de lo oscuro de las ropas que la circundan
y rebota y viaja
quién sabe por donde y hacia donde y llega
a producirle una sonrisa porque sí, se reconoce
incluso
se quiere en ese rato
de una tarde en que la luz de abril es amable
en su justo punto entre calidez y desapego
-caducidad otoñal-
tras las cortinas de voile.
Su imagen viaja, deslucida
envejece.
-Quiero que me arreglen el diente que perdí en la caída de la esquina, me dijo-
pero el odontólogo no quiso
quizás
evaluó los riesgos de la anestesia
pensé
pero no dije nada.
-No quiero ver mi cara en el espejo- me dijo-
no me reconozco.
Su huella digital ya se estaba borrando
todas maneras de la desmterialización
señales
raras.
Nos dejaban flotando por ahí, en paz y sin
palabras.
Se quebraba el espejo y reflejaba trozos discontinuos
se rebotaba la luz para otros ángulos, se iba
-pero eso era un relato-
tratábamos de atrapar bajo alguna forma de la memoria
trozos
lagunas
tenerlos quien sabe
dónde.
Cada hora de sueño borraba
minuciosa
efectiva
lo vivido.
Era la hora de ser alegre una vez
una mujer liviana, alegre, la vida fácil.
Esa que está en un cuadro
exhibido en los museos más importantes de Europa
había que ir por un túnel muy angosto
-era difícil-.
Sólo
se podía pasar por ahí
cuando lo dejaba de intentar.